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Musica pseudocristiana vs Musica Sacra

Cuando levanto mis manos





Pange Lingua


Himno compuesto por Santo Tomás de Aquino para la solemnidad de Corpus Christi

Expresa de manera explícita y concreta el Dogma de la Transubstanciación donde el pan y el vino se transubstancian en el Cuerpo y la Sangre de Cristo

El himno posee cualidades peculiares, nitidez lógica, presición Dogmática y fuerza de casi declaración argumentativa




Las traducciones de este grandioso himno, no han sido muchas ni apropiadas.

El Generosi de la segunda estrofa no significa generoso, sino noble

Pero de este himno, la gran cruz para el traductor es el verso 4°
Verbum caro panem verum, etc
tan lleno de antítesis real y verbal su peculiar condensación de pensamiento y frase, presición dogmática y antítesis iluminativa lo han hecho el "arco de Ulises" para los traductores
veamos:

Verbun caro panem verum
Verbo carnem efficit
Fitque sanguis Christi merum
Et si sensus deficit
Ad firmandum cor sincerum
Sola fides sufficit

Una traducción literal seria:

El Verbo (hecho) carne
convierte por (su) palabra
el verdadero pan en carne
y el vino se convierte en la Sangre de Cristo
y si el intelecto (sin ayuda) falla (en reconocer todo esto)
la fe sola es suficiente para asegurarlo al corazón puro.


Tantum Ergo

Según una antiquisima costumbre los rituales anteriores hacen mención de la profunda inclinación en el Tantum ergo hasta llegar a la palabra "cernui":
"nam in verbo cernui completur dictionis sensus, qui inclinationem postulat" ("Pues en la palabra "cernui" se completa el sentido de la oración, la cual exige una inclinación")

Pange Lingua

Pange lingua gloriósi
Córporis mystérium,
Sanguinísque pretiosi,
Quem in mundi prétium
Fructus ventris generósi
Rex effúdit géntium

Nobis datus, nobis natus
Ex intacta Vírgine,
Et in mundo conversátus
Sparso verbi sémine,
Sui moras incolatus
Miro clausit órdine

In suprémae nocte coenae,
Recúmbens cum frátibus,
Observáta lege plene
Cibis in legálibus,
Cibum turbae duodénae
Se dat suis mánibus


Verbum caro, panem verum
Verbo carnem éfficit;
Fitque sanguis Christi merum,
Et si sensus déficit,
Ad firmándum cor sincérum,
Sola fides súfficit.

Tantum ergo Sacraméntum
Venerémur cérnui:
Et antíquum documéntum
Novo cedat rítui:
Praestet fides supleméntum
Sensuum deféctui.

Genitóri, Genitóque
Laus et jubilátio,
Salus, honor, virtus quoque
Sit et benedictio:
Procedénti ab utróque
Compar sit laudatio.

Amen

Verdaderos Arzobispos de Canterbury de la Inglaterra Católica

San Agustín de Canterbury
Arzobispo de Canterbury (597-605)


S.S. San Gregorio I Magno, 63° Sucesor de San Pedro
y San Agustin de Canterbury, Primer Primado de Inglaterra

 La Gran Bretaña había sido evangelizada desde los tiempos apostólicos pero había recaído en la idolatría después de la invasión de los sajones en el quinto y sexto siglo. Cuando el rey de Kent, Etelberto, se casó con la princesa cristiana Berta, hija del rey de París, éste le pidió que fuera erigida una iglesia y que algunos sacerdotes cristianos celebraran allí los ritos sagrados. Cuando el Papa san Gregorio Magno supo la noticia, juzgó que los tiempos estaban maduros para la re-evangelización de la isla. Le encomendó la misión al humilde prior del monasterio benedictino de San Andrés, Agustín.

En el año 597 salió de Roma encabezando un grupo de cuarenta monjes. Se detuvo en la isla de Lérins. Aquí se aterró por los relatos sobre los sajones y se regresó a Roma a pedirle al Papa que cambiara sus planes. El Papa Gregorio lo nombró abad y después obispo. Al llegar a isla británica de Thenet, el rey fue personalmente a recibirlo.

Los misioneros avanzaron solemnemente en procesión cantando las letanías. El rey acompañó a los monjes hasta la residencia que había preparado en Canterbury, a mitad de camino entre Londres y el mar. Allí se edificó la abadía que se convirtió en el centro del cristianismo inglés. La obra de los monjes misioneros tuvo un éxito inesperado. El mismo rey pidió el bautismo, llevando con su ejemplo a miles de súbditos a abrazar la religión cristiana.

El Papa se alegró con la noticia que llegó a Roma, y expresó su satisfacción en las cartas escritas a Agustín y a la reina. El santo pontífice envió con un grupo de nuevos colaboradores el palio y el nombramiento a Agustín como arzobispo primado de Inglaterra, y al mismo tiempo lo amonestaba paternalmente para que no se enorgulleciera por los éxitos alcanzados y por el honor del alto cargo que se le confería. Siguiendo las indicaciones del Papa para la repartición en territorios eclesiásticos, Agustín erigió otras sedes episcopales, la de Londres y la de Rochester, consagrando obispos a Melito y a Justo.

El santo misionero murió el 26 de mayo hacia el año 605 y fue enterrado en Canterbury en la iglesia que lleva su nombre. Antes de morir, Agustín consagró a su sucesor, Lorenzo, para que la sede de Canterbury no quedara vacante ni por una hora.

Fue enterrado cerca de la Catedral de Canterbury, porque esta no habia sido ternminada ni consagrada; pero, más tarde sus restos fueron transladados con toda solemnidad a la entrada norte de la Catedral.
Durante la Reforma Inglesa, su sepulcro fue destruido y sus reliquias fueron perdidas.

San Anselmo de Canterbury
Arzobispo de Canterbury (1092-1109)



Anselmo fue a Inglaterra en 1092, tres años después de la muerte de Lanfranco. El rey Guillermo el Rojo mantenía vacante la sede de Canterbury para disfrutar de sus rentas. Como San Anselmo le exhortase a nombrar un arzobispo, Guillermo juró "por la Santa Faz de Lucca" (tal juramento popular se refiere al "Volto Santo") que ni Anselmo ni otro alguno sería arzobispo de Canterbury mientras él viviese. Pero una enfermedad que le puso a las puertas de la muerte le hizo cambiar de opinión. Lleno de temor, el rey prometió que en adelante gobernaría de acuerdo con las leyes y nombró arzobispo a San Anselmo. El buen abad alegó en vano su avanzada edad, su falta de salud y su ineptitud para el gobierno. Los obispos y todos los presentes le obligaron a tomar el báculo pastoral y le condujeron a la iglesia, donde cantaron un "Te Deum".

Pero el corazón del rey no había cambiado en realidad. Apenas acababa de instalarse el nuevo arzobispo, cuando Guillermo, quien quería arrebatar a su hermano el ducado de Normandía, empezó a exigirle dinero. Anselmo le ofreció quinientos marcos, suma importante en aquellos tiempos; pero el rey le pidió mil como precio de la elección. El santo se negó rotundamente a pagarlos y exhortó al rey a proveer las abadías vacantes y a sancionar la convocación de los sínodos necesarios para reprimir los abusos de los clérigos y los laicos. El rey replicó ásperamente que defendería las abadías como si se tratase de su propia corona y, desde entonces, no tuvo otro pensamiento que el de arrojar a Anselmo de su sede. Consiguió, en efecto, que cierto número de obispos le negasen la obediencia; pero los barones no aceptaron condenar a San Anselmo. El mismo legado pontificio llevó a Anselmo el palio que le hacía inamovible.

Viendo que el rey oprimía a la Iglesia siempre que podía cuando el clero no se plegaba a su voluntad, San Anselmo le pidió permiso de ir a Roma a consultar a la Santa Sede. El rey se lo rehusó dos veces; a la tercera, le respondió que podía salir del país, pero que confiscaría todas sus rentas y no le permitiría volver a entrar. A pesar de ello, San Anselmo partió de Canterbury en octubre de 1097, acompañado por Eadmero y otro monje llamado Balduino. En el camino se hospedó primero con San Hugo, abad de Cluny y después con otro Hugo, arzobispo de Lyon. En Roma expuso el asunto al Papa, quien no sólo le prometió su protección, sino que escribió al rey exigiéndole que restituyese a San Anselmo sus derechos y posesiones. San Anselmo se retiró a un monasterio de Campania por razones de salud y ahí terminó su famosa obra Cur Deus homo, que es el más famoso tratado que existe sobre la Encarnación. Convencido de que podría hacer más bien en la vida oculta que en su sede en Canterbury, Anselmo rogó al Papa que le descargase de su oficio, pero el Pontífice, se negó. Sin embargo, dado que no podía volver por el momento a Inglaterra, el Papa le dio permiso de quedarse en Campania. Anselmo asistió al Concilio de Bari, en 1098, y se distinguió por su manera de abordar las dificultades de los obispos grecoitálicos sobre la cuestión del "Filioque". El Concilio acusó al rey de Inglaterra de simonía, de opresión a la Iglesia, de persecución al arzobispo y de vida viciosa; sin embargo, no llegó a condenarle solemnemente gracias a la intervención del mismo San Anselmo, quien persuadió al Papa Urbano de que se contentase con la amenaza de excomunión.

La muerte de Guillermo el Rojo puso fin al destierro de San Anselmo, quien entró en Inglaterra entre las aclamaciones del pueblo. Pero la paz no fue duradera. Las dificultades surgieron en cuanto Enrique I se arrogó el derecho de reconfirmar la elección de San Anselmo. Eso se oponía a los decretos del sínodo romano de 1099, que había suprimido los derechos de investidura de los laicos sobre las abadías y catedrales. San Anselmo se negó, pues, a obedecer al rey. Pero en ese momento Inglaterra estaba bajo la amenaza de una invasión de Roberto de Normandía, a quien muchos barones ingleses no veían con malos ojos. Deseando ganarse el apoyo de la Iglesia, Enrique prometió total obediencia a la Santa Sede en el futuro, y San Anselmo hizo cuanto pudo por evitar la rebelión. Aunque, como lo hace notar Eadmero, Enrique debía en gran parte al santo el hecho de no haber perdido la corona, reclamó de nuevo su derecho de investidura en cuanto pasó el peligro. Por su parte, el arzobispo se negó a consagrar a los obispos nombrados por el rey, a no ser que hubiesen sido canónicamente elegidos. La oposición entre el rey y el arzobispo fue agravándose de día en día.

Finalmente Anselmo decidió ir personalmente a Roma a exponer el asunto al Papa y Enrique envió por su parte a un delegado personal. Después de madura consideración, Pascual II confirmó la decisión de su predecesor. Al saberlo, Enrique prohibió a San Anselmo que volviese a Inglaterra y confiscó sus bienes. Más tarde, el rumor de que San Anselmo iba a excomulgar al rey parece haber alarmado al monarca, quien fue a Normandía a reconciliarse con el arzobispo. En un consejo real que tuvo lugar en Inglaterra, Enrique I renunció al derecho de investidura sobre las abadías y los obispados y Anselmo, con el consentimiento del Papa, aceptó que los obispos prestasen homenaje al monarca por sus posesiones temporales. El rey observó realmente el pacto y llegó a tener tal confianza en el arzobispo, que le nombró regente durante el viaje que hizo a Normandía en 1108. Pero la salud de San Anselmo, que era ya muy anciano, se había debilitado mucho. El santo murió al año siguiente, 1109, entre los monjes de Canterbury. Sus últimas palabras antes de morir fueron:

"Allí donde están los verdaderos goces celestiales, allí deben estar siempre los deseos de nuestro corazón"

San Anselmo fue declarado Doctor de la Iglesia en 1720, aunque no había sido canonizado. Dante le pone en el paraíso entre los espíritus de luz y poder de la esfera solar, junto a San Juan Crisóstomo.

Se cree que el cuerpo del gran arzobispo descansa en la catedral de Canterbury, en la capilla de su nombre, del lado sudoeste del altar mayor



Santo Tomás Becket
Arzobispo de Canterbury (1162-1170)


Santo Tomás Becket, Arzobispo de Canterbury
En el año de 1155, por sugerencia del Arzobispo Theobald, Tomás fue elegido como canciller de Inglaterra, puesto en el que sirvió lealmente a Enrique II por 7 años. Su deber era administrar la ley y lo hizo con sabiduría e imparcialidad. Pero el rey tenía oscuros intereses sobre la Iglesia. Tomás, comprendiéndolo, le dijo: "Si me haces Arzobispo te arrepentirás. Ahora dices que me amas, pero ese amor se convertirá en odio". Así ocurrió. Renunció a su puesto de canciller y fue ordenado sacerdote el día antes de su consagración episcopal. Lo nombraron Arzobispo en 1162 y desde la consagración episcopal se entregó por completo a servir al Rey de Reyes, donde la gloria está en la humildad y la disciplina. El mismo dijo que pasó de ser un seguidor de sabuesos (referencia a la cacería) a un pastor de almas. Desarrolló un profundo amor por la Eucaristía hasta el punto que a veces lloraba le salían lágrimas durante la misa. Cada noche cantaba el Oficio Divino con los monjes.

Habían muchos abusos en la Iglesia que debía rectificar. Uno de los puntos de conflicto con el rey fue la cuestión de las respectivas jurisdicciones de la Iglesia y del estado sobre miembros del clero acusados de crímenes y la libertad de apelar a Roma.

En la famosa asamblea de Northampton, en 1164, Tomás se enfrentó con sus adversarios. Ante las amenazas contra su vida se mantuvo firme, lo cual irritó al rey hasta el punto que le dijo:
- "Tu eres de los míos, yo te elevé de la nada y ahora me retas".
Tomás le respondió:
-"Señor, Pedro fue elevado de la nada y sin embargo gobernó la Iglesia".
-"Sí", contestó el rey, "pero Pedro murió por su Señor".
-"Yo también moriré por el cuando llegue el momento".
-"¿Entonces, no cederás a mi?, preguntó el rey.
-"No lo haré", respondió Tomás.

Tomás optó por el exilio en Francia antes que ceder al rey sobre los derechos de la Iglesia. Allí estuvo seis años. Por la recomendación del Papa entró en el monasterio Cisterciense en Pontigny, hasta que el rey amenazó con eliminar a todos los monjes cistercienses de su reino si continuaban protegiendo a Tomás. Entonces, en 1166, se mudó a la abadía de San Columba Abbey en Sens, que estaba bajo la protección del rey Luis VII de Francia.

Ambos lados apelaron al Papa Alejandro III, quien trató de encontrar una solución. Por fin, el rey de Francia persuadió a Enrique II a ir donde Tomás y hacer las paces. Enrique reconoció la demanda de Tomás de que se respetara la libertad de apelar a Roma y pensó que, al regresar a Inglaterra, Tomás no continuaría exigiendo los derechos de la Iglesia. Sin embargo, pronto tras Tomás regresar a su patria, el 1 de Diciembre de 1170, comenzaron otra vez las discusiones. Cuando Enrique escuchó, desde Normandía, que el Papa había excomunicado a los obispos recalcitrantes por usurpar los derechos del obispo de Canterbury y que Tomás no los soltaría hasta que prometiesen obediencia al Papa, se encolerizó y dijo: "¿No hay nadie que me libre de este sacerdote turbulento?" Estas palabras motivaron a cuatro caballeros que le escucharon y decidieron tomar el asunto en sus manos.

Era Adviento, cerca de Navidad. El 29 de Diciembre de 1170, los cuatro caballeros con una tropa de soldados se apareció en fuera de la Catedral de Canterbury exigiendo ver al arzobispo. Los sacerdotes, para proteger a Tomás le forzaron a refugiarse en la Iglesia. Pero Tomás les prohibió bajo obediencia cerrar la puerta: "Una iglesia no debe convertirse en una fortaleza" les dijo.
-"¿Por que se portan así, que temen?" les preguntó. No pueden hacer sino lo que Dios permite. En la penumbra de la iglesia, los caballeros reclamaron:
-"¿donde está el traidor, donde está el arzobispo?".
-"Aquí estoy", dijo Tomás, "No traidor, sino un sacerdote de Dios. Me extraña que con tal atuendo entren en la iglesia de Dios. ¿Que quieren conmigo?"
Uno de los caballeros levantó la espada como para atacarle, pero uno que andaba con Tomás le protegió del golpe con el brazo. Los cuatro caballeros arremetieron entonces juntos y le asesinaron en los peldaños de su santuario. Mientras moría bajo los golpes, Tomás repetía los nombres de los arzobispos asesinados antes que el: San Denis, San Elphege de Canterbury. Entonces dijo:
"En tus manos, Oh Señor, encomiendo mi espíritu". Sus últimas palabras, según un testigo, fueron: "Muero voluntariamente por el nombre de Jesús y en defensa de la Iglesia".

El crimen causó indignación en toda la Cristiandad. El rey Enrique fue forzado a hacer penitencia pública y construir el monasterio en Witham, Somerset.

400 años después de Santo Tomás, otro monarca inglés, Enrique VIII, quiso hacerse cabeza de la Iglesia por lo que rompió la unidad y persiguió a los fieles católicos. La ruptura culminó en la instalación de Crammer como "arzobispo" de Canterbury en 1533.  Santo Tomás Becket fue sacado del calendario de los santos de Inglaterra.
Durante la Reforma Inglesa su santuario, que había sido un importante centro de peregrinación por mas de tres siglos, fue arrasado y sus reliquias fueron quemadas.

Infinitamente Misericordioso, Infinitamente Justo

Transcripción del P. Royo Marín: “Teología de la Salvación”, pág. 330 y ss.

La reincidencia voluntaria del hombre en su pecado después de haberse derramado para redimirlo toda la sangre del Hijo de Dios encarnado, supone por lo menos mayor ingratitud, sino queremos admitir también mayor malicia subjetiva. Y esto basta para que ese pecado, cometido libre y voluntariamente, tenga la fuerza suficiente para apartarlo eternamente de Dios como fin último sobrenatural


Para proceder en la solución de las objeciones de la manera más lógica y encadenada posible, vamos a recogerlas en forma de una conversación o diálogo entre un incrédulo que pregunta y un profesor de Teología que contesta.


Pregunta. -La eternidad de las penas del infierno se opone a la justicia de Dios. Es injusto castigar eternamente un pecado que duró tan sólo unos momentos.

Respuesta. -Ningún crimen se castiga por el tiempo que se tarda en cometerlo, sino por la gravedad intrínseca que tiene. La justicia humana, ¿no condena a veces a prisión perpetua y aún a la pena capital al malhechor que ha cometido un crimen en un instante? Pues teniendo en cuenta que el pecado –sobre todo el cometido contra el mismo Dios con voluntad y obstinada maldad- encierra una malicia en cierto modo infinita, por razón de la distancia infinita que separa al ofensor del ofendido, justo es que se le castigue con una pena también infinita. Y no pudiendo serlo en intensidad, tiene que serlo por lo menos en extensión. Luego la eternidad de las penas del infierno no solamente no se opone a la justicia de Dios, sino que es una exigencia y postulado elemental de la misma.

P. –Se me hace muy difícil concebir la malicia infinita del pecado. Una criatura no puede realizar un acto infinito.

R. –La infinitud relativa del pecado no se toma del acto en sí mismo u objetivamente considerado, sino de la infinita distancia existente entre el pecador y Dios. Al pecar libre y voluntariamente, el pecador se adhiere a una criatura que le aleja o separa de Dios. Y este alejamiento es, de suyo, infinito y naturalmente irreparable.

P. –El pecador no comete su pecado previniendo y aceptando esa proyección eterna. Al menos, la mayoría de los hombres pecan tan solo provisionalmente "por un ratito", esperando arrepentirse después.

R. –Esa esperanza en un futuro arrepentimiento es una ilusión tan vana como inmoral. Vana, porque el pecador no podrá salir de su pecado sin la gracia del arrepentimiento, que Dios no esta obligado a darle y puede que le niegue de hecho en castigo de tanta ingratitud. El que se arroja a un pozo del que no puede salir sin que de arriba le echen un cable, se resigna a permanecer en él eternamente si los de arriba –que no tienen obligación de ayudarle por su loca temeridad- dejan de arrojárselo de hecho. Y es, además, inmoral, porque se apoya precisamente en la misericordia de Dios para ofenderle con mayor tranquilidad.

P. –De todas formas, el pecador peca en el tiempo, ¿por qué castigarle en la eternidad?

R. –Desde el momento en que el pecador coloca actualmente su fin último en una criatura, renunciando a su último fin sobrenatural con el que es absolutamente incompatible, muestra bien a las claras que con mayor motivo se entregaría a ese pecado si pudiera gozar eternamente el placer momentáneo que le ofrece. Si por un instante de dicha, fugaz y pasajero, acepta la posibilidad de quedarse sin su fin sobrenatural eterno, ¡cuánto más se lanzaría a cometer ese pecado si pudiera permanecer en él impunemente durante toda la eternidad! En este sentido dice profundísimamente Santo Tomás que el pecador, al separarse de Dios, peca en su eternidad subjetiva. Por consiguiente, si el pecador ha ofendido a Dios en su eternidad, es muy justo que le castigue Dios en la suya, como dice San Agustín.

He aquí las palabras mismas de Santo Tomás:

“Decimos que alguien peca en su eternidad, no sólo por la continuación del acto que perdura toda la vida, sino porque, por el mero hecho de haber puesto su fin en el pecado, tiene la voluntad de pecar eternamente. Por lo que dice San Gregorio en los Morales (c. 19: ML 76, 738), que “los inicuos quisieran vivir siempre para permanecer sin fin en sus iniquidades”. (I-II, 87, 3 ad 1; cf. Suppl., 99, I.)

En su magnífica Suma contra los gentiles insiste Santo Tomás en el mismo argumento con las siguientes palabras:

“Ante el juicio divino, la voluntad se computa por el hecho, porque el hombre sólo ve lo exterior, pero Yahvé mira el corazón (I reg. 16, 7). Ahora bien: quien a cambio de un bien temporal se desvió del último fin, que se posee por toda la eternidad, antepuso la fruición temporal de dicho bien a la eterna fruición del último fin; por donde vemos que hubiera preferido mucho más disfrutar eternamente de aquel bien temporal. Luego, según el juicio de Dios, debe ser castigado como si hubiese pecado eternamente. Y es indudable que a un pecado eterno se debe recibir una pena eterna. Por tanto, quien se desvía del último fin debe recibir una pena eterna.” (Contra gent., III, 144.)

P. –Pero la malicia subjetiva del pecado, ¿no depende del grado de conocimiento y voluntariedad con que ha procedido el pecador?

R. –Ciertamente que sí.

P. -¿Y qué pecador se da cuenta al cometer su pecado del alcance y trascendencia de su acto? Sería menester para ello tener una idea muy clara de la grandeza de Dios y de la inconmensurable eternidad.

R. –El pecado cometido en esas condiciones sería de una malicia verdaderamente satánica. Ese fue el pecado de los ángeles rebeldes, cuya malicia fue tal, que Dios les negó para siempre el beneficio de la redención, que ofreció, sin embargo, al hombre pecador.

P. –Luego vos mismo confesáis que el pecado del hombre no reúne la malicia satánica de los demonios, y, por consiguiente…

R. –Por consiguiente Dios se compadeció de él y le ofreció el beneficio de la redención, que negó a los ángeles rebeldes. Pero precisamente por esto la reincidencia voluntaria del hombre en su pecado después de haberse derramado para redimirlo toda la sangre del Hijo de Dios encarnado, supone por lo menos mayor ingratitud, sino queremos admitir también mayor malicia subjetiva. Y esto basta para que ese pecado, cometido libre y voluntariamente, tenga la fuerza suficiente para apartarlo eternamente de Dios como fin último sobrenatural.

Además, como dice excelentemente un teólogo de nuestros días,

“El hombre que sospecha de su padre una misteriosa grandeza para él desconocida, y un sacrificio secreto, pero incomparable, llevado a cabo en su favor por ese padre, ¿no es responsable, si le ofende, de eso mismo que no conoce? Nosotros, que sabemos la grandeza inconmensurable de nuestro Dios, su ternura infinita y la sublimidad del sacrificio de la cruz, ¿podemos decir con fundamento que no somos responsables ante el misterio de la justicia del cielo, bajo pretexto de que en el momento de pecar, nuestra imaginación e inteligencia no nos representaban con exactitud aquella?”

P.-Pero ¿por qué crea Dios a los que sabe que se han de condenar?

R. –Entre otras razones que trascienden infinitamente la pobre inteligencia humana, hay que decir que porque de lo contrario se seguiría una gran inmoralidad, lo cual repugna a la infinita santidad de Dios. En efecto : si Dios, llevado de su de su infinita misericordia, no creara más que a los que se han de salvar, se seguiría que el hombre podría impunemente burlarse de Dios, conculcando uno por uno todos los mandamientos de su ley divina. No sería menester siquiera que se arrepintiera de sus pecados, ya que Dios tendría que perdonarle forzosamente más pronto o más tarde. Con lo cual podría darse el caso de un pecador que, después de haber sufrido en la otra vida una pena temporal más o menos larga, entraría finalmente en el cielo sin haberse arrepentido de su pecado y sin haberle pedido perdón a Dios. ¿Quién no ve que esto sería una monstruosidad escandalosa, mil veces más inconcebible que el hecho de crearle previendo que se va a condenar?

Por lo demás, una cosa está del todo clara en la teología de la salvación, cualquiera que sea la escuela teológica a la que se pertenezca, y es que Dios no crea ni creará jamás a nadie para que se condene haga lo que haga (reprobación positiva), sino únicamente a pesar de prever que se querrá condenar voluntariamente (reprobación negativa en castigo del pecado voluntariamente cometido). ¿De quién es la culpa, por consiguiente, si el pecador se condena? Sería el colmo de la inmoralidad pedirle cuentas a Dios por castigar justamente un crimen del que sólo el perverso pecador ha tenido libre y voluntariamente la culpa.

P. –Pero, ¿por qué la pena del pecado ha de ser eterna? ¿No bastaría un castigo temporal –aunque fuera larguísimo- para satisfacer las exigencias de la divina justicia?

R. –De ninguna manera. La obstinación del pecador, perpetuamente aferrado a su pecado, obliga a mantenerle la pena eternamente. El pecador no se arrepiente ni se arrepentirá jamás. Y en estas condiciones el castigo tiene que ser necesariamente eterno. Mientras permanezca la culpa, no debe terminar la pena.

He aquí el argumente expuesto por Santo Tomás:
“La culpa permanece eternamente, ya que no puede remitirse sin la gracia, que el hombre no puede adquirir después de la muerte. Por consiguiente, la pena no debe cesar mientras permanezca la culpa”. (Suppl., 99, 1).




P. -¿Y por qué el que muere en pecado no puede arrepentirse?

R –Porque con la muerte termina el plazo del arrepentimiento. Tiempo tuvo durante toda su vida, y el pecador lo rechazó pertinaz y obstinadamente hasta el último suspiro. La culpa es exclusivamente suya. ¿Qué más pudo hacer Dios de lo que hizo? ¿No derramó toda su sangre por él desde lo alto de la cruz y no le ofreció su eficacia redentora hasta el momento mismo de la muerte?

P. _La misericordia de Dios es infinita. Parece absurdo señalarle un límite determinado más allá del cual no pueda ya ejercerse.

R. –La misericordia de Dios es infinita, ciertamente. Pero su ejercicio y manifestación están regulados por los demás atributos de Dios, especialmente por su santidad, su justicia y su sabiduría. Y la santidad, exige que no se dé al pecador oportunidad de burlarse perpetuamente de Dios a propósito de su misericordia, y la justicia reclama el castigo inexorable del pecador definitivamente obstinado en su maldad. Y, puesta la divina sabiduría a señalar un límite para que el pecador pueda rectificar sus malos pasos ninguno más oportuno que el de la hora de la muerte.

P. -¿Por qué?

R. –Porque con ella termina el estado de vía –esto es, la etapa viajera de nuestra vida- y penetramos en el estado de término, o de la inmutable eternidad. Es natural que el destino definitivo que el pecador eligió libremente en el último segundo de su vida viajera permanezca para siempre en la inmutable eternidad.

P. -¿Y es que el pecador no continúa siendo libre?

R. –Para elegir su destino, no. La muerte le arrebató para siempre el estado fluctuante de su espíritu y le fijó –le fosilizó podríamos decir- en el fin libremente elegido.

P. –Y por qué el espíritu puede fluctuar en esta vida entre el bien y el mal y no ha de poder hacerlo en la otra?

R. –Porque lo exigen así, de consuno, la psicología del alma separada y la justicia de Dios.

P. –Haced el favor de explicarme ese misterio

R. –No es tan difícil como creéis. La simple filosofía nos dice que el alma separada no está sujeta ya al vaivén de las pasiones y de las impresiones caprichosas del mundo corporal y sensible. Desligada por completo de la materia, actúa a la manera de los espíritus puros, ángeles y demonios. No entiende por vía de discurso, sino de intuición, y de tal forma quiere lo que el entendimiento le presenta como apetecible, que lo que quiere una vez lo quiere para siempre. En la eternidad nadie rectifica el bien o el mal.

P. -¿Y por qué no les vuelve Dios a colocar en situación de poder nuevamente elegir?

R. –Porque lo impide su divina justicia y su infinita seriedad. La justicia divina señaló un plazo para el ejercicio incontenido y desbordante de la misericordia: la hora de la muerte. Y la infinita seriedad de Dios le impide volverse atrás ofreciendo al pecador una nueva oportunidad de convertirse después de haberse burlado definitivamente de El.

P. –Aunque el pecador no la merezca, ¿acaso no sería esto un desbordamiento de amor y de misericordia digno de la grandeza soberana de Dios?

R. –De ninguna manera. Sería, por el contrario, un gran escándalo, que dejaría sin explicación posible la infinita santidad de Dios.

P. -¿Por qué?

R. –Porque ello equivaldría a autorizar al pecador para burlarse eternamente de Dios.

P. –No lo comprendo.

R. –Pues es muy sencillo. Si a pesar de continuar obstinado en el pecado y de no merecer, por consiguiente, el perdón, Dios le perdonara de todas formas, el pecador podría reírse eternamente de El.

P. –Pues ha habido algún Santo Padre partidario de la bella opinión de Orígenes, que imagina el perdón final para el mismo Satanás y todos sus secuaces angélicos y humanos.

R. –La apocatástasis origenista ha sido expresamente condenada por la Iglesia (Denz., 211). Y esa hipótesis no solamente no es bella, sino que es una monstruosidad inconcebible.

P. –Haced el favor de demostrarlo.

R. –Escuche el discurso que, al anunciarle el perdón de Dios, pronunciaría satanás dirigiéndose a todos los demonios y condenados del infierno:

“Amigos: ya sabía yo que este final tendría que llegar algún día. Por eso me rebelé sin miedo contra Dios y os arrastré a todos vosotros en mi rebelión. Y como mi orgullo no podía sufrir la humillación de pedirle perdón a Dios, por eso no se lo pedí ni se lo pido ahora. Ha sido El quien ha tenido que rendirse ante lo inflexible de mi actitud. Yo no me he inclinado ni me inclinaré jamás ante El; ha sido El quien se ha inclinado ante mí. Y estoy seguro que todos vosotros, mis fieles súbditos y amigos, compartís en absoluto mis propios sentimientos. Ninguno de vosotros pedirá jamás perdón a Dios ni acatará sus órdenes. Soy yo vuestro único jefe. Y ahora –aquí Satanás lanza una carcajada sarcástica- vámonos al cielo a sentarnos en aquellos tronos de gloria junto a la bendita Madre de Dios, para reírnos eternamente de El por habernos admitido al cielo sin arrepentirnos de nuestros pecados y sin habernos inclinado ante su divina majestad”.

P. -¿Dónde consta que Satanás pronunciaría ese discurso?

R. –En su obstinación diabólica. Escuche un diálogo habido entre el demonio –que hablaba por boca de un energúmeno de París- y el sacerdote que le exorcizaba en nombre de la Iglesia:

Sacerdote: ¿Cómo te llamas?
Energúmeno: Legión, porque somos muchos.
Sacerdote: ¿Quisierais ser aniquilados por Dios?
Energúmeno: ¡No!
Sacerdote. Pues no lo comprendo. Porque, si Dios os aniquilara, dejaríais de sufrir, y esto no dejaría de ser un bien para vosotros.
Energúmeno: Dejaríamos de sufrir, es verdad, pero dejaríamos también de odiar a Dios y preferimos seguir odiándole eternamente.

Cf. Arrighini, Credo in vitam aeternam (Turín 1935), p. 280. En la preciosa obrita del P. Desiderio Costa “El diablo” se lee un diálogo parecido con ciertos espíritus condenados habido en una sesión espiritista. A la pregunta sobre si aceptarían ser aniquilados por Dios, contesta uno de los condenados: “Sí, porque lo único que yo ahora tengo de El es el ser, y de ese modo, no debiéndole ya nada, acabaría con El” Pero otro repuso al instante: “No, yo no aceptaría, porque no tendría el consuelo de odiarle”. Es difícil precisar en cuál de las dos contestaciones hay más odio y obstinación satánica contra Dios (cf. o. c., Ii, 3, 6 (edic. Bilbao 1940), p. 77).

Y ahora decidme: ¿qué os parece?

P. -¿Ofrece garantía histórica ese relato?

R. –Me es completamente indiferente. No lo he aducido como prueba histórica, sino únicamente por vía de ejemplo, para expresar una realidad indiscutible. Sea o no histórico, lo cierto es que el odio y la obstinación contra Dios son las disposiciones habituales de Satanás y de todos los condenados. Este dato nos lo asegura terminantemente la teología, ya que no es sino una consecuencia inevitable de un estado de condenación (5).

P. –Pues si es así, ¿por qué no aniquilar a criaturas tan perversas, en vez de conservarlas eternamente en el ser?

R. –El aniquilamiento –lo hemos dicho ya- sería una rectificación de la obra de Dios, y es la criatura culpable y no el Creador quien debe rectificar. Aparte de que Dios no puede envolver en idéntico castigo a todos los condenados que han pecado en grados muy desiguales de maldad. Finalmente, el aniquilamiento impediría la manifestación permanente y eterna de la justicia vindicativa de Dios, que contribuye también a glorificarle ante toda la creación.