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¿La Iglesia Católica es la Iglesia de Dios, la Iglesia de Cristo?

Ciento cincuenta años, que encajan entre el fin del renacimiento carolingio y los principios de la reforma pregregoriana, son una sucesión tal de crímenes y de oprobios que constituyen un argumento apologético a favor del Pontificado romano, pues es impensable que institución alguna hubiera podido sobrevivir a tanta ignominia si no tuviera la asistencia Divina.

Cristo salvando de las aguas al primer Papa, San Pedro;
prefigura de que nunca le faltaria la asistencia Divina a la Iglesia de la cual es cabeza.


Magnicidios (Asesinato del Papa)


Juan VIII (872-882).

   Un pariente o miembro de su entorno más cercano le propinó veneno. Los Anales de Fulda aseguran que, al mostrarse lento el efecto del mismo, fue el Pontífice rematado a martillazos en la cabeza, poniéndose así fin a una vida tempestuosa, sea por los múltiples problemas que hubo de enfrentar (la invasión del sur de Italia por los sarracenos, las disputas de los últimos carolingios por la corona imperial, el cisma de Focio), sea por las costumbres controvertidas de Juan, tenido por afeminado, lo que daría origen a habladurías que contribuyeron a alimentar la historia ya mencionada de la papisa Juana


Formoso (891-896).

  Murió en medio de intensos dolores producidos muy probablemente por la acción del veneno que le fue administrado por instigación del partido espoletano, enemigo acérrimo del Papa, a quien no perdonaba el apoyo de éste a Arnolfo de Carintia en sus pretensiones al trono imperial. No contentos con la muerte de Formoso, Lamberto de Espoleto y su inescrupulosa madre Angeltrudis promovieron su inaudita humillación post mortem conocida como el «concilio cadaverico»


Esteban VI (896-897)

   Pagó con su vida el haberse prestado a los manejos de los espoletanos contra la memoria de Formoso y haber presidido el concilio cadavérico. A los pocos meses de este horrendo evento, el partido de los formosianos consiguió arrastrar al pueblo a una rebelión contra el indigno Pontífice, que fue depuesto, encerrado en prisión y, finalmente, estrangulado. No obstante, Sergio III, amigo de Esteban, erigiría a este un monumento fúnebre en San Pedro con un epitafio que revela un odio acérrimo a Formoso.


Leon V (903).
  
   Formosiano, fue víctima de la ambición de Cristóbal, del título presbiteral de san Dámaso, que le depuso a los dos meses de pontificado y le metió en la cárcel, nombrándose a si mismo Papa. Leon murió asesinado en prisión, aunque no se sabe si por orden de Cristóbal o de Sergio III, que había a su vez depuesto y encarcelado al antipapa, a quien mando matar.


Juan X (914-928).

   Era amigo íntimo de Teodora la Mayor, esposa del vestatario Teofilacto. Debió a esta familia su elección pero también el finalizar sus días de manera violenta. Habiendo disgustado a una de las hijas, la domna senatrix Marozia, al ofrecer la corona imperial a Hugo de Provenza, hermanastro y rival de Guido de Tuscia, segundo marido de la formidable fémina, ésta promovió la guerra contra el Papa. Juan había confiado la defensa de Roma a su hermano Pedro, al que había nombrado cónsul y que, con el apoyo de guerreros húngaros, se presentó a las puertas de Roma en orden de batalla. Replegadas las fuerzas del Pontífice en San Juan de Letrán, Pedro fue atrozmente asesinado ante los ojos de su hermano, y éste encarcelado en el castillo de Sant'Angelo por orden de Marozia. Allí murió sofocado por Guido de Tuscia con una almohada.

Esteban VIII (939-942). Impuesto por Alberico II, príncipe, senador y patricio de Roma e hijo de Marozia y de su primer marido Alberico I. Habiendo secundado pasivamente la política de su benefactor durante años, Esteban, cansado de permanecer relegado a un rol de dependencia y a la rutina de la administración, tomó parte en una conspiración contra el todopoderoso Alberico. Fracasada ésta, fue el Papa puesto en prisiones y horriblemente mutilado, muriendo a consecuencia de la gravedad de sus heridas.

Benedicto VI (973-974). Había sido elegido por la facción imperial y hubo de enfrentarse al resentimiento del pueblo romano y, en especial, a la hostilidad de los Crescencios, descendientes de Teofilacto por Teodora la Joven, hermana de Marozia. Mientras vivió el emperador germánico Otón I, su valedor, pudo imponerse a esta familia, pero al morir el emperador estalló la revuelta. Los Crescencios encerraron al Papa en la fortaleza de Sant'Angelo, nombrando en su lugar al diacono Francón, que tomó el nombre de Bonifacio VII quien se encargó personalmente -según cuentan algunas crónicas- de estrangular a su rival.


Juan XIV (983-984).

   Fue designado por Oton II como sucesor de Benedicto VII y se mantuvo en el solio mientras vivió el emperador. Muerto éste, el partido filobizantino llamó al antipapa Bonifacio VII, quien regresó desde su exilio de Constantinopla -adonde había huido con los tesoros de la Iglesia poco después de asesinar a Benedicto VI- y, con el apoyo de los Crescencios, destronó al Pontífice legítimo. Juan XIV fue encerrado en el castillo de Sant'Angelo en abril de 984 y murió envenenado el mes de agosto siguiente. Sin embargo, no quedaron impunes los crímenes del antipapa Bonifacio VII. Habiéndose indispuesto con los Crescencios, estos incitaron al pueblo contra Bonifacio VII, que murió linchado en medio de la revuelta. Su cadáver fue arrastrado por las calles de Roma y arrojado a los pies de la estatua ecuestre de Marco Aurelio.


Clemente II (1046-1047).

   Fue envenenado por orden de Benedicto IX, cuando regresaba de Alemania, donde había trazado el plan de reforma con el apoyo de Enrique III. Su cadáver fue llevado a Bamberg, ciudad de la que había sido obispo antes de ser Papa y en cuya catedral fue enterrado. En el siglo XVII fue abierta su tumba y se comprobó que el Papa debió ser un hombre de gran estatura (alrededor de 1,90 metros) y extraordinariamente rubio. Nuevamente exhumados en 1942, los restos fueron sometidos a análisis cuyos resultados corroboraron la muerte por envenenamiento.

  Afortunadamente, la silla de Pedro superó hace ya siglos etapas turbulentas que ensombrecieron la divina misión de sus titulares, quienes no pocas veces perecieron en el remolino de la violencia.

  Si hay un periodo particularmente tenebroso -que justifica ampliamente la denominación de «edad oscura» aplicada indiscriminadamente a todo el medioevo por la Ilustración- es sin duda el que arranca con la abominación del concilio cadavérico en 897 y culmina con la escandalosa venta del Papado por Benedicto IX, depuesto por los legados del emperador Enrique III en 1048, después de tres periodos de reinado, a cual más escandaloso.


Y aún así, dadas estas fallas abominables de simples hombres que no supieron o no entendieron el peso y la importancia de tan digno oficio como sucesores de San Pedro, Cristo mantuvo su promesa:

"...Et ecce ego vobiscum sum omnibus diebus, usque ad consummationem saeculi"


[Mateo 28, 20]


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