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Quo vadis, Domine?



San Pedro se encontraba en Roma, donde el Emperador Nerón había desatado una persecución contra los Cristianos

Los Cristianos instaban al Apóstol Pedro a que abandonara la Ciudad Eterna

-Salva tu vida, ¡oh, pastor venerable!... ¡Consérvanos la verdad viva que te ha sido confiada, y que perecería contigo!... ¡Atiéndenos como un padre a sus hijos!... ¡En nombre de Cristo, óyenos!

[...]

Y el Pescador, en el colmo del abatimiento, exclamaba:

Señor, dime lo que debo hacer. ¿Cómo yo, viejo inútil, he de seguir luchando contra el genio del mal, que tu permites que gobierne y triunfe? Las ovejas que pusiste bajo mi cayado han muerto; tu Iglesia se hunde; la cátedra de la Verdad esta muda y enlutada ¿Qué puedo yo hacer Señor? ¿He de continuar, o he de recoger los restos de tu rebaño y huir con ellos para poder glorificar tu Nombre más allá de los mares?

Y continuaba su indecisión; sabía muy bien que la Verdad no podía morir y que siempre habría que prevalecer; pero pensaba que la hora del triunfo estaba muy lejana, que la Victoria no llegaría hasta que Cristo volviese a la tierra, con majestad cien veces superior a la de Nerón


Formaba mil proyectos de abandonar Roma, acompañado de todos sus fieles, marchando con ellos lejos, muy lejos, a los frondosos bosques de Galilea y a las orillas del transparente mar de Tiberiades; pero al querer decidirse y salir de la ciudad, una profunda angustia se apoderaba de su corazón

¿Cómo dejar aquella tierra fecundada con la sangre de tantos mártires? ¿Cómo desamparar los lugares donde tantos labios moribundos habían dado testimonio de la Verdad? ¿Qué respuesta daría al Señor cuando El le dijese; "Aquellos murieron por la Fe, y tú huiste del peligro"?


Él, no obstante, había trabajado como bueno en los treinta años transcurridos desde la muerte del Salvador;

había luchado sin tregua y recorrido el mundo predicando la doctrina salvadora; sus fuerzas se habían agotado en largas peregrinaciones

Enfrente de él estaban el Emperador, el Senado, el pueblo, las legiones; y él se encontraba solo, encorvado bajo el peso de los años y de los dolores, falto de fuerza y casi incapaz para sostener con manos trémulas el báculo del peregrino

Todas estas ideas batallaban en su mente mientras escuchaba las súplicas de aquel último puñado de fieles, que le decían: -¡Huye, Maestro! Tú eres la piedra sobre la cual esta fundada la Iglesia de Dios, déjanos morir, pero no consientas que el Anticristo triunfe sobre el Vicario de Dios, y no vuelvas hasta que el Señor haya aniquilado a quien ha vertido tanta sangre inocente.
 
Al día siguiente, a la primera hora de la mañana, dos misteriosos personajes, envueltos en mantos obscuros, marchaban por la Vía Appia en dirección a la campiña. Uno de ellos era Nazario; el otro, Pedro, que huía, por fin, de Roma, dejando a los cristianos amenazados de graves peligros

[...]

La quietud era absoluta; ningún ser viviente aparecía por ninguna parte, y, los madrugadores hortelanos no se preparaban todavía para llevar sus hortalizas a la ciudad; sólo se oían las pisadas de los dos viajeros sobre las piedras del camino.

Cuando salió el sol, una visión maravillosa deslumbró los ojos del Apóstol el cual creyó ver que el astro, en lugar de ascender por el firmamento, bajaba al llano, dirigiéndose hacia el camino por donde avanzaban los dos peregrinos. Pedro se detuvo y preguntó:

-¿Ves esa luz que viene hacia nosotros?
-Yo no veo nada -respondió Nazario.

Pedro, haciéndose sombra en los ojos con la mano, continuaba mirando adelante.

-Si, si; alguien se acerca a nosotros envuelto en los rayos del sol -dijo.

Pero no se oía el rumor más leve; el silencio era universal en todo el contorno. Sin embargo, Nazario observó que las ramas de los árboles se movían como si una mano invisible las agitase, y que la luz era cada vez más intensa en toda la campiña; se volvió hacía el Apóstol, y lleno de asombro, le preguntó:

-¿Que tienes, maestro?

El anciano había dejado caer el báculo, sus ojos miraban hacia delante con extraña fijeza; tenía la boca entreabierta, y su rostro, donde se pintaba la sorpresa y la alegría, parecía transfigurado como en éxtasis celestial. Por fin cayó de rodillas y levantó los brazos, exclamando:

-¡Cristo! ¡Cristo!

Y tocando, con sus labios en el suelo, parecía besar los pies a alguien, permaneciendo inmóvil por largo rato, hasta que con voz entrecortada por los sollozos balbuceó:

-Quo vadis, Domine? (¿Adónde vas, Señor?)

A los oídos de Nazario no llegó respuesta alguna; pero el Apóstol oyó con toda claridad una voz dulce y doliente, que decía:

-Puesto que tú abandonas a mi pueblo, voy a Roma para ser de nuevo crucificado.


Pedro guardó silencio, y continuó postrado en tierra. Nazario le creyó desvanecido o muerto; pero al cabo se levantó, y tomando el báculo en sus manos temblorosas, sin decir palabra, volvió a encaminarse a la ciudad de las siete colinas. Entonces el muchacho repitió como un eco:

-¿Adónde vas, Señor?
-A Roma -contestó con dulce voz el Apóstol.

Y marcharon los dos de regreso a Roma.



Cerca de la antigua Puerta Capena se conserva todavía una capilla, en cuyos muros se lee esta inscripción, destruida casi, por el paso demoledor de los siglos:

Quo vadis, Domine?





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Tomado de la Novela Histórica
Quo vadis?
de Henryk Sienkiewicz



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