Al día siguiente, Domingo, muy de madrugada, salió de su casa y se vino derecho a Tlatelolco, a instruirse de las cosas divinas y estar presente en la cuenta para ver en seguida al prelado. Casi a las diez, se aprestó, después de que se oyó misa y se hizo la cuenta y se dispersó al gentío. Al punto se fue Juan Diego al palacio del señor obispo. Apenas llegó, hizo todo empeño por verle; otra vez con mucha dificultad le vio; se arrodillo a sus pies, se entristeció y lloró al exponerle el mandato de la Señora del cielo, que ojalá que creyera su mensaje, y la voluntad de la Inmaculada, de erigirle su templo donde manifesto que lo quería.
Viendo el Obispo que ratificaba todo sin dudar, ni retractar nada, le despidió.
Mando inmediatamente a unas gentes de su casa, en quienes podía confiar, que le vinieran siguiendo y vigilando mucho a dónde iba y a quién veía y hablaba. Así se hizo, Juan Diego se vino derecho y caminó por la calzada; los que venían tras él, donde pasa la barranca, cerca del puente del Tepeyac, le perdieron; y aunque más buscaron por todas partes, en ninguna le vieron. Así es que regresaron, no solamente porque se fastidiaron, sino también porque les estorbó su intento y les dio enojo. Eso fueron a informar al señor Obispo, inclinandolé a que no le creyera; le dijeron que no más le engañaba; que no más forjaba lo que venía a decir, o que únicamente soñaba lo que decía y pedía; en suma discurrieron que si otra vez volvía , le habían de coger y castigar con dureza, para que nunca más mintiera y engañara.
Entre tanto, Juan Diego estaba con la Santisima Virgen, diciéndole la respuesta que traía del señor Obispo; la que oída por la Señora, le dijo: "Bien está hijito mío, volverás aquí mañana para que lleves al Obispo la señal que te ha pedido; con eso te creerá y acerca de esto ya no dudará ni de ti sospechará; y sábete, hijito mío, que yo te pagaré tu cuidado y el trabajo y cansancio que por mí has impendido, ea, vete ahora, que mañana aquí te aguardo"
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