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Nican Mopohua [Martes 12 Diciembre 1531]

   El martes, muy de madrugada, se vino Juan Diego de su casa a Tlatelolco a llamar al sacerdote, y cuando venía llegando al camino que le sale junto a la ladera del cerrillo del Tepeyac, hacia el poniente, por donde tenía su costumbre de pasar, dijo: "Si me voy derecho, no sea que me vaya a ver la Señora, y en todo caso me detenga, para que lleve la señal al prelado, según me previno; que primero nuestra aflicción nos deje y primero llame yo de prisa al sacerdote; el pobre de mi tío lo está ciertamente aguardando". Luego dio vuelta al cerro; subió por entre él y pasó al otro lado, hacia el oriente, para llegar pronto a México y que no le detuviera la Señora del Cielo. Pensó que por donde dio la vuelta, no podía verle la que está mirando bien a todas partes. La vio bajar de la cumbre del cerrillo y que estuvo mirando hacia donde antes el la veía. Salió a su encuentro a un lado del cerro y le dijo: "¿Qué hay, hijo mío el más pequeño?, ¿A dónde vas?" - ¿Se apenó él un poco, o tuvo verguenza, o se asustó?- Se inclinó delante de ella; le saludo, diciendole: "Niña mía, la más pequeña de mis hijas, Señora, ojalá estés contenta, ¿Cómo has amanecido?, ¿Estás bien de salud, Señora y Niña mía?".

   "Voy a causarte aflicción: sabe, Niña mía, que está muy malo un pobre siervo tuyo, mi tío; le ha dado la peste, y está para morir. Ahora voy presuroso a tu casa de México a llamar uno de los sacerdotes amados de Nuestro Señor, que vaya a confesarle y disponerle; porque desde que nacimos, venimos a aguardar el trabajo de nuestra muerte. Pero si voy a hacerlo, volveré luego otra vez aquí, para ir a llevar tu mensaje, Señora y Niña mía, perdóname; tenme por ahora paciencia; no te engaño, Hija mía la más pequeña; mañana vendré a toda prisa".

   Después de oír la plática de Juan Diego, respondió la piadosísima Virgen: "Oye y ten entendido hijo mío el más pequeño, que es nada lo que te asusta y aflige, no se turbe tu corazón; no temas esa enfermedad, ni otra alguna enfermedad y angustia. ¿No estoy yo aquí que soy tu Madre? ¿No estás bajo mi sombra? ¿No soy yo tu salud?, ¿No estás por ventura en mi regazo?, ¿Qué más has de menester? No te apene ni te inquiete otra cosa, no te aflija la enfermedad de tu tío, que no morirá ahora de ella, está seguro de que ya sanó"

   La Señora del cielo le ordenó luego que subiera a la cumbre del cerrillo, donde antes la veía. Le dijo: "Sube, hijo mío el más pequeño, a la cumbre del cerrillo; allí donde me viste y te dí órdenes, hallarás que hay diferentes flores; córtalas, júntalas, recógelas; en seguida baja y traélas a mi presencia". Al punto subió Juan Diego al cerrillo; y cuando llegó a la cumbre, se asombró mucho de que hubieran brotado tantas variadas exquisitas rosas de Castilla, antes del tiempo en que se dan, porque a la sazón se encrudecía el hielo: estaban muy fragantes y llenas del rocío se la noche, que semejaba perlas preciosas. Luego empezó a cortarlas; las juntó todas y las echó en su regazo. La cumbre del cerrillo no era lugar en que se dieran ningunas flores, porque tenía muchos riscos, abrojos, espinas, nopales y mezquites, y si se solían dar hierbecillas, entonces era el mes de diciembre, en que todo lo come y echa a perder el hielo. Bajó inmediatamente y trajo a la Señora del cielo las diferentes rosas que fue a cortar; la que, así como las vio, las cogió con su mano y otras se las echó en el regazo, diciéndole: "Hijo mío el más pequeño, esta diversidad de rosas es la prueba y señal que llevarás al Obispo. Le dirás en mi nombre que vea en ella mi voluntad y que el tiene que cumplirla. Tú eres mi embajador, muy digno de confianza. Rigurosamente te ordeno que sólo delante del obispo despliegues tu manta y descubras lo que llevas. Contarás bien todo: dirás que te mandé subir a la cumbre del cerrillo que fueras a cortar flores y todo lo que viste y admiraste, para que puedas inducir al prelado a que dé su ayuda, con objeto de que se haga y erija el templo que he pedido".

   Después que la Señora del cielo le dio su consejo, se puso en camino por la calzada que viene derecho a México; ya contento y seguro de salir bien, trayendo con mucho cuidado lo que portaba en su regazo, no fuera que algo se le soltara de las manos, y gozándose en la fragancia de las variadas hermosas flores.

   Al llegar al palacio del Obispo, salieron a su encuentro el mayordomo y otros criados del prelado. Les rogó que le dijeran que deseaba verle, pero ninguno de ellos quiso, haciendo como que no lo oian, sea porque era muy temprano, sea porque ya le conocían, que sólo los molestaba, porque les era importuno; y además ya les habían informado sus compañeros que le perdieron de vista, cuando habían ido en su seguimiento. Largo rato estuvo esperando. Ya que vieron que hacía mucho que estaba allí de pie, cabizbajo, sin hacer nada, por si acaso era llamado; y que al parecer traía algo que portaba en su regazo, se acercaron a él, para ver lo que traía y satisfacerse. Viendo Juan Diego que no les podía ocultar lo que traía, y que por eso le habían de molestar, empujar o aporrear, descubrió un poco que eran flores; y al ver que todas eran diferentes rosas de Castilla, y que no era entonces el tiempo en que se daban, se asombraron muchisimo de ello, lo mismo de que estuvieran muy frescas, tan abiertas, tan fragantes y tan preciosas. Quisieron coger y sacarle algunas; pero no tuvieron suerte las tres veces que se atrevieron a tomarlas; no tuvieron suerte, porque cuando iban a cogerlas, ya no veían verdaderas flores, sino que les parecían pintadas o labradas o cosidas en la manta.

   Fueron luego a decir al Obispo lo que habían visto y que pretendía verle el indito que tantas veces había venido; el cual hacía mucho que por eso aguardaba, queriendo verle. Cayó, al oirlo, el señor Obispo en la cuenta de que aquello era la prueba, para que se certificara y cumpliera lo que solicitaba el indito.

   En seguida mandó que entrara a verle. Luego que entró, se humilló delante de él, así como antes lo hiciera y contó de nuevo todo lo que había visto y admirado y también su mensaje. Dijo: "Señor, hice lo que me ordenaste, que fuera a decir a mi Ama, la Señora del cielo, Santa Maria, preciosa Madre de Dios, que pedías una señal para poder creerme que le has de hacer el templo donde ella te pide que lo erijas; y además le dije que yo te había dado mi palabra de traerte alguna señal y prueba, que me encargaste, de su voluntad. Condescendió a tu recado y acogió benignamente lo que pides, alguna señal y prueba para que se cumpla su voluntad.

   Ella me dijo por qué te las había de entregar; y así lo hago, para que en ella veas la señal que pides y cumplas su voluntad; y también para que aparezca la verdad de mi palabra y de mi mensaje. Helas aquí recíbelas". Desenvolvió luego su blanca manta, pues tenía en su regazo las flores; y así que se esparcieron por el suelo todas las diferentes rosas de Castilla, se dibujo en ella y apareció de repente la preciosa imagen de la siempre Virgen Santa Maria, Madre de Dios, de la manera que está y se guarda hoy en su templo del Tepeyac, que se nombra Guadalupe. Luego que la vio el señor Obispo, él y todos los que allí estaban, se arrodillaron; mucho la admiraron; se levantaron: se entristecieron y acongojaron, mostrando que la contemplaron con el corazón y el pensamiento.


   No bien Juan Diego señalo dónde había mandado la Señora del cielo que se levantara su templo, pidió licencia de irse. Quería ahora ir a su casa a ver a su tío Juan Bernardino; el cual estaba muy grave, cuando le dejó y vino a Tlatelolco a llamar un sacerdote, que fuera a confesarle y disponerle, y le dijo la Señora del cielo que ya había sanado. Pero no lo dejaron ir solo, sino que le acompañaron a su casa. Al llegar, vieron a su tío que estaba muy contento y que nada le dolía. Se asombró mucho de que llegara acompañado y muy honrado su sobrino, a quien preguntó la causa de que así lo hiciera y que le honraran mucho. Le respondió su sobrino que, cuando partió a llamar al sacerdote que le confesara y dispusiera, se le apareció en el Tepeyac la Señora del cielo; la que, diciéndole que no se afligiera, que ya su tío estaba bueno, con que mucho se consoló, le despachó a México, a ver al señor Obispo para que edificara una casa en el Tepeyac.

   El señor Obispo trasladó a la Iglesia Mayor la santa imagen de la amada Señora del cielo: la sacó del oratorio de su palacio, donde estaba, para que toda la gente viera y admirara su bendita imagen. La ciudad entera se conmovió: venía a ver y admirar su devota imagen, y a hacerle oración. Mucho le maravillaba que se hubiese aparecido por milagro divino; porque ninguna persona de este mundo pintó su preciosa imagen.

   La manta en que milagrosamente se apareció la imagen de la Señora del cielo, era el abrigo de Juan Diego: ayate un poco tieso y bien tejido.

   Es tan alta la bendita imagen, que empezando en la planta del pie, hasta llegar a la coronilla, tiene seis jemes y uno de mujer. Su hermoso rostro es muy grave y noble, un poco moreno.

   Esta preciosa imagen, con todo lo demás, ya corriendo sobre un ángel, que medianamente acaba en la cintura, en cuanto descubre; y nada de él aparece hacia sus pies, como que está metido en la nube. Acabándose los extremos del ropaje y del velo de la Señora del cielo, que caen muy bien en sus pies, por ambos lados los coge con sus manos el ángel, cuya ropa es de color bermejo, a la que se adhiere un cuello dorado, y cuyas alas desplegadas son de plumas ricas. largas y verdes, y de otras diferentes. La van llevando las manos del ángel, que al parecer, está muy contento de conducir así a la Reina del cielo.


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